Vacaciones en Roma con Audrey Hepburn y Gregory Peck (1953).
Seguro que conocen a alguien que aplica el aforismo “Viajo, luego existo” —parafraseando a Descartes—, ese que pude armar después de leer los comentarios que me mandó Jussara Texeira, amiga psicoanalista, a propósito del texto “Contemplar aquellas épocas”, publicado la semana pasada:
Viajar porque existimos, de eso se trata.
Viajar porque tenemos historias de espíritus seculares que nortean el rumbo.
Viajar porque nos hace recordar la tierra de los orígenes en su grandiosidad y limitaciones.
Viajar para encontrarse y aceptar los obstáculos que quizás no se alcanzan a entender o superar.
(Viajar para evadir la realidad —como me atrevo a intercalar.)
Viajar para aflojar los límites de las sensaciones ocultas de manera diferente.
Viajar porque inmovilizarse es morir.
Viajar para constatar las limitaciones inherentes a la condición humana y poder prepararnos para la construcción de los caminos a donde llegar, tal como lo cantó Kavafis en Ítaca:
Cuando emprendas tu viaja a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Todo lo contrario a los ingleses del XVII que les prohibían a sus hijos viajar a Italia por aquello de “inglese italianato, demonio incarnato”, aunque todo cambió con el Siglo de las Luces, cuando Gaspar Melchor de Jovellanos viajó a España y escribió sus observaciones “para superar la ignorancia, el fanatismo y la miseria”, para que naciera el escritor de viajes poco antes que Henri Beyle, Stendhal, fuera uno de ellos a finales del XVIII.
A los diecisiete años decidió recorrer Italia venciendo dificultades de toda índole, con tal de explorar nuevas regiones: “entonces, el viaje fue el complemento y culminación de la formación intelectual, primero del artista y, luego, del hombre cabal, del ciudadano del mundo que estaba deseoso de conocer otras culturas y civilizaciones”.
De ese viaje le publicaron en 1817 como Roma, Nápoles y Florencia, donde puso a prueba su estilo “caracterizado por una extraña mezcla de impresiones de viaje, anécdotas de toda índole, informaciones de naturaleza práctica, comentarios de música, teatro y pintura”.
Lejos de su obsesión por los detalles, explicaba lo que veía al lado de sus ideas y preocupaciones, confiado en su intuición que nunca le falló. Por desgracia, estos libros de viajes no los encuentro en español en ningún lado en donde pudo ventilar los debates de su tiempo, después de la caída de Napoleón en 1815, tal como hizo en 1831 con su novela Rojo y Negro, con la que entró al Parnaso para estar al lado de otros clásicos de la literatura.
Su segundo libro de viajes fue Paseos por Roma que tiene más que ver con la “littérature alimentaire” que nutre el alma. El tercero, lo tituló Memorias de un turista, publicado antes de La cartuja de Parma en 1839, con la que se consagra como escritor.
La ciudad eterna de Roma nos trae a la memoria cuando estuvimos hospedados cerca de la Piazza Navona en unas vacaciones de despertares gozosos antes de salir al Foro Romano al lado de Julio César oyendo lo que le decía a su lugarteniente: “cuídate de esos hombres como Casio, que no les gusta la música y rara vez sonríen”.
Ahora, viajo a Roma virtualmente gracias a lo que hizo María Margarita “Maya” Segarra en Internet con Roma æterna, o la construcción de un mito, disponible en las páginas del INAH, donde recorremos Roma en el tiempo, desde la construcción del mito y las obras maestras como el Panteón de Agripa, leyendo las citas y los comentarios precisos, cultos, con unas imágenes que, si les damos clic, se amplifican al tamaño de la pantalla para ver detalles que, de otra manera, nunca habríamos visto.
Con la pandemia dejamos de viajar, pero le encontramos la manera de confirmar que si viajo, luego existo.
Martín Casillas de Alba
Sábado 27 de agosto, 2022.
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