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Ana Campos

Una extraña y fascinante transformación por Martín Casillas


Es posible que usted conozca a alguna persona que haya cambiado radicalmente en su vida. Digo esto, porque sé el trabajo que nos cuesta aceptar a los que un día conocimos de jóvenes y eran unos destrampados y ahora resulta que son nuestros jefes y son todo lo contrario: formales, cumplidos y estrictos consigo mismos o, a lo mejor, esa imagen que vemos en el espejo resulta que es la nuestra.


Por eso, me llamó la atención la vida y obra de John Donne —contemporáneo de Shakespeare—, poeta, amante, ensayista, abogado, pirata, recusante, predicador, satírico, político, cortesano, viajero, capellán de reyes y diácono de la Catedral de San Pablo en Londres, un hombre que experimentó una extraña y fascinante transformación en su vida, regida por la dualidad, la antítesis y la paradoja.


Era delgado y con la barba bien cuidada cuando tenía cincuenta años de edad y lo nombraron diácono de la Catedral de San Pablo en donde ofrecía unos sermones tan buenos que, algunos parroquianos, como el conde de Bedford, llevaba papel, tinta y su pluma de cisne para anotar lo que decía tal como se conservan esos folios.


Donne vivió su infancia amenazado y perseguido por ser de familia católica. Su madre, Anne Haywood era sobrina nieta de Tomás Moro, católico, autor de Utopía, canciller y hombre de confianza de Enrique VIII, que le mandó cortar la cabeza por negar su divorcio con Catalina de Aragón y rechazar su matrimonio con Ana Bolena. Después de estudiar teología, Donne aceptó la religión anglicana y años después, fue nombrado diácono de la Catedral.


Pero, cuando tenía veinte años, era un destrampado que escribió, entre otros poemas la Elegía antes de acostarse que leo, encantado de la vida, en la traducción de Octavio Paz:


“Tu ceñidor desciñe, meridiano que un mundo más hermoso que el del cielo aprisiona en su luz; desprende el prendedor de estrellas que llevas en el pecho que detiene ojos entrometidos; desenlaza tu ser, campanas armoniosas nos dicen, sin decirlo, que es hora de acostarse”.


Una vez que lo nombran diácono de la Catedral, tiene mucho éxito que sus parroquianos que lo siguen y escuchen fascinados sus sermones. Hacía años se había quedado viudo de Anne More con quien se casó a escondidas para ser acusado por su suegro que logró lo condenaran a pasar un invierno encerrado en la Torre de Londres. Adoró a su mujer con quien tuvo doce hijos, uno tras otro, de los cuales sólo siete llegaron a mayores. Exhausta, Anne murió a los 33 años de edad: “ha muerto ella, y todos cuantos mueren vuelven a su elemento primigenio; los dos éramos mutuos elementos y estábamos el uno hecho del otro”. Tal vez, ese fue su punto de quiebre.


Estando en el púlpito podía llorar de alegría o de pena, tal como lo hacían sus parroquianos “calmando de esa manera su alma”. Nadie se acordaba de esa Elegía o striptease poético:


“Ese feliz corpiño que yo envidio, pegado a ti como si estuviese vivo: ¡fuera!, fuera el vestido, surjan valles salvajes entre las sombras de tus montes; fuera el tocado, caiga tu pelo, tu diadema; descálzate y camina sin miedo hasta la cama… Deja correr mis manos vagabundas atrás, arriba, enfrente, abajo y entre, mi América encontrada: Terranova, reino sólo por mí poblado, mi venero precioso, mi dominio”.


Decía que “éramos catastróficos y milagrosos” una vez que llegó a reinventarse, confirmando así, que somos creaturas que cambiamos con el tiempo. En el Soneto 71, Shakespeare propone lo siguiente: “no llores por mí cuando haya muerto más de lo que dura el fúnebre clamor de las campanas” y Donne sugería que es mejor no preguntar por quién doblan las campanas, pues siempre doblan para uno.


John Donne pasó de la oscuridad y la pobreza, a la riqueza y a la luz con la que iluminó a los parroquianos de su tiempo en una transformación que resultó ser fascinante.

Un abrazo,

Martín Casillas de Alba

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