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Ana Campos

Muletas para seguir caminando por Martín Casillas


Hay ocasiones en las que uno necesita de un buen par de muletas para poder seguir caminando rumbo hacia la meta. Me han sido de mucha utilidad tener presente algunos pensamientos como esos que, con el tiempo, los he interiorizado, como éste que traigo atravesado desde hace rato que surge en La tempestad cuando Próspero da por terminada la fiesta donde celebraba el compromiso de su hija Miranda con Ferdinando, el príncipe de Nápoles, una fiesta a la que había invitado nada menos que a las diosas Iris, Juno, Ceres y Venus que llegaron puntuales desde sus confines para esa representación. Cuando termina, les dice a su hija y a su yerno:


“Como les había dicho, los actores eran espíritus que se desvanecieron en el aire, en la levedad del aire. Y de igual manera, la efímera obra de esta visión, las altas torres que tocan las nubes, los palacios espléndidos, los templos solemnes, el inmenso globo, y todo lo que en él habita, se disolverá; y tal como ocurre en esta vana ficción, desaparecerán sin dejar humo ni estela. Estamos hechos de la misma materia que los sueños, y nuestra pequeña vida cierra su círculo con un sueño”.


Resulta que cada vez que salgo de una fiesta donde celebramos la vida con otras diosas que cantan y bailan, resulta que, cuando voy de regreso a casa, me da la sensación que esos que estuvimos en la fiesta somos unos espíritus que se desvanecen en el aire, en la levedad del aire.


Es la misma sensación que tengo de otras celebraciones que, como Próspero, he hecho en mi vida: las fiestas de octubre en el Country de Guadalajara, que cada año disfrutábamos muchísimo o las que hice con mis compañeros de IBM de México o con los del CONACYT o las que hacíamos con los colaboradores del suplemento La Plaza, todos ellos se han desvanecido y han pasado como ráfaga sin dejar humo ni estela.


En un momento dado, somos parte de esa levedad del aire y, como sombras, tal como les decían a los actores, reconocemos la ocasión cuando nos subimos al escenario, pavoneándonos y gesticulando una hora, antes que se olvidaran de nosotros y fuésemos un cuento contado por un idiota lleno de sonido y furia que nada significa.

Tal como se sorprendían los que iban a El Globo en el siglo XVII cuando se daban cuenta —como ahora nosotros—, que tenían sus entradas y salidas en esto que se llaman “las siete edades del hombre”, desde que éramos bebés y vomitábamos en los brazos de la nana, hasta la séptima edad, la más terrible de todas, cuando no oímos, ni hablamos, ni recordamos, ni nada de nada, poco antes que se acabe la fiesta.


Por su parte, Hamlet les decía a sus amigos que él podía habitar en una cáscara de nuez, pero seguía siendo el rey del espacio infinito. No importaba lo grande que fuera el castillo de Elsinore —o la casa en la que habitamos—, él sabía que pasamos la mayor parte del tiempo en un espacio mínimo, como si fuera una cáscara de nuez.


—¿Y por qué estas buenas noticias me han de poner enfermo? —se preguntaba Enrique IV—, ¿por qué la Fortuna nunca llega con las manos llenas y escribe sus bellas frases con sombríos caracteres?


¿No les ha pasado alguna vez cuando reciben una buena noticia que, al mismo tiempo, nos informan de algo que evita que la gocemos plenamente? Por eso nos preguntamos: ¿por qué demonios no puede llegar la Fortuna con las manos llenas? ¡Caramba!


Con estos pensamientos me voy abriendo cancha en la vida, piso tierra y trato de encontrarle la cuadratura al círculo, tratando de entender lo que sucede mientras caminamos en ese camino que resulta ser un juego de espejos, de tal manera que me sostengo con estas muletas para poder seguir, chiflando, encantado de la vida, cuando creo que no lo puedo hacer de otra manera.



Martín Casillas de Alba

Sábado 10 de septiembre, 2022.


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