Darwin nos recuerda en El origen de las especies que el mimetismo es una manera de adaptarse al cambio con tal de sobrevivir, tal como había mencionado en ese ensayo en donde concluye que “aquel que sobrevive no es el más fuerte, ni el más inteligente, sino el que responde mejor al cambio”.
El mimetismo es la imitación o remedo que realizan muchos animales para protegerse adaptando ciertas características corporales y de conducta de otros seres de la naturaleza, tal como lo define Friedrich Dorsch en el Diccionario de psicología, (Herder, 1991). Por eso hay unos insectos que se transforman en hoja del árbol para engañar a sus presas y poder sobrevivir.
Los que creemos padecer de mimetismo, digo padecer porque se sufre y lo hacemos sin darnos cuenta, por eso, a la menor provocación imitamos el gesto, el tono de voz o, en otros niveles, la depresión, la manía o la agresión de aquellos con los que nos reunimos. Esto se convierte en un problema pues, sin darnos cuenta, dejamos de ser lo que somos y nos parecernos al otro, en lo bueno y en lo malo para no saber dónde quedó la bolita.
Imitamos el estado de ánimo de los que nos rodean o el tono de voz o la conversación, muchas veces de temas que no nos importan nada, pero que, vamos imitando con tal que nos acepten nuestros vecinos. No es de extrañar, cuando hablamos por teléfono a la casa de un conocido, que nos conteste la empleada doméstica y la confundamos por la voz de su patrona.
Como tampoco nos extraña que “la jefa de Gobierno de la capital ha llevado la imitación a extremos penosos. Su estrategia hasta el momento no es la continuidad sino la clonación”, como lo comentó Jesús Silva-Herzog Márquez en Reforma el 16 de enero pasado.
Efectivamente, clonarse es otra manera de mimetizarse, tal como fui testigo cuando hace mil años trabajé en IBM (1964-1976) y uno de mis compañeros se mimetizaba con el jefe a tal grado que, sin verlo, pensábamos que era él, como lo vimos en Zelig (1983) —la peor película de Woody Allen—, es una especie de documental circular que parece que no avanza, pero muestra varios ejemplos del fenómeno del mimetismo como mecanismo de adaptación y defensa frente al peligro de ser rechazado. Leonardo Zelig es “el hombre camaleón”, que logra convertirse en alguien del grupo, engordando o cambiando de color cuando toca jazz o como psiquiatra, cuando está en observación, con tal de sobrevivir a ese ambiente hostil.
Los camaleones se mimetizan y cambian de colores. Algunos logran pasar desapercibidos frente a sus enemigos de tal manera que sus futuras víctimas se confunden, como ese insecto hoja que se convierte en eso precisamente para engañar a sus víctimas como buen depredador que es, con tal de atrapar a sus presas.
Somos capaces de lo que sea cuando nuestro instinto de sobrevivencia está en funciones, de tal manera que, sin darnos cuenta, nos transformamos en lo que sea con tal de seguir vivos y coleando.
La única manera que podemos descubrir al camaleón que trata de engañarnos —Monterroso dixit— es cambiando los cristales que llevamos de diferentes colores para hacerlo conforme el otro cambia, de tal manera que lo veamos tal como es, para contrarrestar el efecto camaleón, de tal manera que, cambiando los cristales de colores cada vez que el otro cambia, siempre lo podremos ver encuerado, tal como es y no como deseaba que lo vieran.
Lo que está claro es que, entre las estrategias de supervivencia, el mimetismo es, sin lugar a dudas, un sorprendente mecanismo que impele a ciertos animales y plantas a disfrazarse de otros individuos sin importar que sean especies distintas, usando técnicas sofisticadas para que, de esa manera, el fin justifique los medios.
La verdad de las cosas es que, en buen plan, somos capaces de cualquier cosa con tal de sobrevivir y más todavía si creemos que el ambiente es hostil.
Martín Casillas de Alba
Sábado 4 de febrero, 2023.
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