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Ana Campos

La tercera orilla del río por Martín Casillas.



Me da la impresión que ya he contado esto en otra ocasión, pero, desde otro punto de vista. Pardeando la tarde en los ochentas, cuando era editor de libros de literatura, nos reuníamos en la librería El Ágora de Insurgentes con nuestro amigo y librero Pepe Taylor con el que hacíamos planes. Fundamos una distribuidora de corta vida que se llamó “El gusano de luz”, una razón social que sugirió Juan Rulfo que también se reunía con nosotros en la librería. Un día de esos, le pregunté qué pensaba de la literatura latinoamericana y me dijo que estuviera atento a la brasileña que “era la única que valía la pena seguirle la pista”. De pasada, me preguntó si había leído a João Guimarães Rosa y cuando le dije que no, me regaló las Primeras historias, (Seix Barral, 1982) un libro de cuentos para que leyera, sobre todo, “La tercera orilla del río”. Estaba seguro que me iba a gustar. Tenía razón. Me gustó tanto que seguí leyendo lo que estaba en español de este autor, incluyendo el Gran Sertón Veredas (Seix Barral, 1983), cosa que logré después de tres intentos, para descubrir, asombrado, una historia escrita ser oída o ser leída en voz alta, hasta que retomamos ese ritmo y esa extraña manera de hablar tan original, compleja y, al mismo tiempo, sorprendente: “Vivo sacando lo difícil de lo difícil, el pez vivo del asador”, como nos dice al principio de esta obra la voz del narrador en esta obra que aseguran los expertos es la más importante de la literatura brasileña de todos los tiempos. La tercera orilla del río empieza así: “Nuestro padre era un hombre cumplidor, de orden, positivo y fue así desde jovencito y niño, por lo que testimoniaron las diversas personas sensatas, cuando indagué la información. En lo que yo mismo recuerdo, él no parecía más extravagante ni más triste que los otros, conocidos nuestros. Solamente quieto. Era nuestra madre la que mandaba y quien a diario regañaba a mi hermana, a mi hermano y a mí. Pero ocurrió que, cierto día, nuestro padre mandó que se le hiciera una canoa”. No sabemos para qué quería su padre la canoa, si para pescar o para alejarse de los problemas de su casa o la obligada separación cuando ya no damos más de sí. “Sin alegría, sin inquietud, nuestro padre se caló el sombrero y decidió un adiós. No dijo otras palabras, ni llevó provisión y ropa, ni hizo ninguna recomendación. Nuestra madre, pensé que iba a gritar, pero persistió, solamente alba de tan pálida, mordió el labio y bramó: “¡Vete, puedes quedarte, no vuelvas más!” Nuestro padre contuvo la respuesta. Me miró, manso, haciendo ademanes de que lo acompañara, sólo unos pasos”. Y así se desarrolla esta historia, misteriosa como la bruma que oculta el paisaje hasta que se levanta y, por alguna extraña razón, ya no vemos más la canoa que iba y venía por el río. “Avisté a mi padre, al fin de una hora, muy costosa de transcurrir: así, sólo él allá a lo lejos, sentado en el fondo de la canoa, detenida en el liso del río”. Si somos capaces de aflojar el cuerpo y nos dejamos llevar por lo que cuenta el narrador, entonces, experimentamos ese cruce de fronteras entre la realidad y la fantasía con tanta naturalidad que, por eso, comprobamos que, efectivamente, estamos hechos de la misma materia que los sueños. Los tiempos cambiaban en la lenta prisa del tiempo —dice el narrador—, yo permanecí con los bagajes de la vida… pero entonces, al menos, que, en el capítulo de la muerte, me agarren y me depositen también en una simple canoa, en esa agua, que no cesa, de extendidas orillas: y, yo, río abajo, río afuera, río adentro —el río”. Y nos quedamos pensando si río abajo, afuera y adentro son las tres orillas que propone el título o si tiene que ver con el más allá.


La eterna primavera, Martín Casillas de Alba Sábado 7 de mayo, 2022.

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